Como un sabueso que rastrea la presa, Crisanto levanta la
cara y mira alrededor al salir del coche. Olfatea el mar. Coloca el índice y el
pulgar en los extremos de los labios y tira hacia abajo acusando más el rictus
de su boca.
Paladea el sabor a sal.
Paga al taxista y continúa a pie. Tras doblar el recodo
divisa el faro entre la bruma que lo cubre. Para verlo mejor ajusta las gafas a
su nariz aguileña, mientras recuerda las salvajadas que tuvo que aguantar sobre
ella estando encerrado.
Con su andar encorvado llega hasta el punto. Se detiene.
Contempla desde la altura el verde lechoso del agua chocando contra las rocas y
la velocidad de la espuma al elevarse varios metros.
Se acerca más al acantilado y pone los pies justo al borde;
un latigazo traspasa su cuerpo. En la zona más escarpada, Crisanto, estático,
percibe el incesante movimiento del mar que lo reclama. Cierra los ojos y se
retira unos pasos.
¿Por qué no pudo demostrar que no fue él?
¡Aquel abogaducho que le adjudicaron tuvo la culpa!
Había trabajado en diferentes faros por el Mediterráneo, sin
embargo, Crisanto ansiaba ser el señor del mar en uno del norte, batido por
grandes olas.
Cuando obtuvo un puesto de farero en el Cantábrico la
felicidad le pareció a su alcance.
Pero llegó solo, su novia de toda la vida había decidido en
el último momento que no estaba dispuesta a abandonar su tierra. Y aquel
verano, con manos temblorosas por abrir las cerraduras, Crisanto tomó posesión
del faro resentido contra las mujeres en general.
Siempre huraño bajaba hasta el bar a emborracharse. En poco
tiempo logró que unos lo evitaran y el resto lo ignorasen. Así se convirtió en
‹‹El Farero››, aislado, incapaz de entablar relaciones. Por contraste, buscaba
la compensación en los despeñaderos, entre los cortes más verticales por el
estrecho camino de acceso al faro. Consciente del peligro, desafiar el terreno
era lo único que le hacía sentirse vivo. Pese a ello, las experiencias del mar,
el viento y la lluvia por compañeros, con el paso de las estaciones comenzaron
a perder para él la primitiva intensidad.
La conoció tras subir gateando, agarrado a un aligustre,
para con un impulso final llegar al camino y conseguir dejar atrás el abismo.
Oliva le contemplaba al lado del precipicio, con sus manos cruzadas sobre el
pecho, y expresión de admiración en el rostro. Ella aplaudió al hombre
triunfador, en el instante en que, de un salto, Crisanto se ponía en pie.
Ocupado en desafiar al vacío no la había visto.
Vivía en la casa más cercana al faro y se había
acercado para ofrecerle productos de su huerto.
―Son patatas de riñón, las mejores. También tengo tomates
estupendos.
La juventud de Oliva y su tez morena le devolvieron el deseo
de compañía femenina. Obsesionado con la joven, temeroso de perderla, al poco
tiempo le pidió que se casaran:
―Ninguno tenemos familia, será poco más que ir al cura y
firmar― le dijo al proponerle que se mudase a vivir a la casa del faro.
No obstante, receloso de que le abandonasen de nuevo, él era
incapaz de desprenderse de sus obsesiones. Dificultaba que ella se acercase al
pueblo.
Un día, en el bar, permanecía sentado con su botella de
orujo delante y alguien contaba una historia. Cuernos, en el aire quedó la
palabra. Su mirada oblicua se refugió en el fondo de su vaso. Mientras hundía
el cuello en los hombros, le pareció que su espalda se convertía en el centro
de las risas de los parroquianos.
Ya había pasado la novedad de tener a Oliva cerca, y el
carácter misántropo de Crisanto volvió a resurgir. Entre celos y silencios
pasaba de ignorarla a despreciarla; ella no se adaptaba a aquel tipo de vida en
el faro y, para colmo, la boda no llegaba… Entretanto Oliva quedó embarazada.
Se lo dijo con temor, casi en un susurro. Y la reacción de él no se hizo
esperar:
―Quién me dice que es mío, a saber, o te deshaces de él o te
largas con tu bastardo.
Oliva tardó en comprender el significado de la frase. Suplicó
entre lágrimas… Aquella misma noche, Crisanto la echó de la casa del faro.
Supo que tuvo un chaval. En una ocasión tropezó con la partera:
―Farero,
no lo puedes negar: el chiquillo es igual que tú ―le dijo.
Crisanto
no respondió.
Alguna
vez distinguió de lejos a Oliva con el muchacho. Crisanto siguió por el sendero
montado en su “Iso”. También la vio paseando por los alrededores del faro.
Muy atrás quedaron los tiempos en que se levantaba por las
mañanas con ilusión. En el primer destino de farero, había limpiado los lentes
de Fresnél con
mimo. Atendía a la linterna. Revisaba con dedicación el sofisticado mecanismo
giratorio, para que no fallase. Se había sentido un héroe orientando a los
navíos.
Entre los acantilados y el faro Crisanto subsistía dejando
transcurrir los años. No obstante, se ganaba unas pesetas extras arreglando
cualquier aparato de óptica que llevase lentes en su interior; de esa manera,
iba haciendo unos ahorros para su cercano retiro. Únicamente hablaba con sus
clientes. Y lo preciso.
Un atardecer cuando subía por las escaleras de hierro
advirtió un ruido seco diferente a los habituales del faro. Puso atención.
Entonces le pareció notar el eco de pasos acelerados por debajo. No tenía
ningún arreglo pendiente. Le traerían un trabajo nuevo. Agudizó el oído. Pero
los sonidos cesaron. Siguió subiendo hasta llegar a una
estrecha escalerilla vertical, para acceder al corazón del faro antes de que
cayera totalmente la noche. Revisó la gran linterna de cristales circulares.
Todo en orden.
Por el oeste aún se distinguía el rojo del sol ocultándose
tras el mar dejando el cielo teñido de magentas.
Con el cigarrillo apagado en la comisura de los labios,
Crisanto dio por finalizada su ronda. Llegó al primer peldaño de la escalera de
caracol con su rictus de amargado, y las manos sucias de andar limpiando los
engranajes y no lavárselas durante días. Miró sus pies enfundados en unas
zapatillas de cuadros por las que asomaba el dedo gordo, comenzó a bajar, ni se
molestaba en ponerse zapatos.
― ¿Para qué? ―A fuerza de vivir solo tantos años, se había
acostumbrado a hablar en alto para escuchar una voz.
Porque la soñada melodía de un mar bravo, se había
convertido para él en un rugido insufrible, que lo envolvía pegado a su piel
llegando a desquiciarle.
Afuera era de noche.
Y Crisanto, sin querer, mentalmente repasaba los segundos
del giro del haz de luz, los tenía incrustados en su cabeza. Le taladraban sin
poder evitarlo. Uno, dos, tres, uno… ocho, nueve; u-n-o, d-o-s, t-r-e-s…
¡Odiaba; la odiaba, odiaba aquella cadencia! Bordeando la cordura, hermético en
su obsesivo contar, trastabilló con algo en uno de los peldaños en medio de la
escalera.
― ¡Cago en…! ―retumbó su voz en el interior del faro.
Introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y buscó la caja
de cerillas. Con sus uñas ennegrecidas Crisanto rascó una y acercó la llama al
bulto.
― Pero, ¿Qué…?
Atravesada en dos escalones, Oliva, con irregular
respiración, emitía unos sonidos como jamás había oído. ¿Qué hacia ella allí?
La cerilla le quemó la yema de los dedos. Encendió una más y la acercó a su
cara.
En principio, no se atrevió a moverse. Permaneció arqueado
ante ella que lo miraba sin expresión en sus ojos muy abiertos. Una cuerda
rodeaba su cuello. ¿Quién le había hecho aquello? Aunque pensándolo bien… a él
¿Qué le importaba? Seguro que ella se lo había buscado. El reflejo del haz de
luz iluminaba la escalera del interior del faro alternando la luminosidad con
la negrura, Crisanto no gastó ninguna cerilla más.
De pronto una idea le asaltó ¿Le culparían de aquello?,
¡Seguro!. Todo el mundo sabía que habían tenido que ver. Sacudió la cabeza.
Debía alejarla de allí.
Bajó a por la gran saca con la que protegía los lentes para
repararlos, y al volver a subir la respiración ronca y silbante de Oliva delataba
que aún vivía. No le importó. Tenía que quitarse el problema de encima. Era su
único pensamiento. Con toda su fuerza metió la saca por debajo de Oliva y la
cerró dentro.
Apretó los nudos. Comenzó a arrastrarla.
Cada impacto seco le indicaba un peldaño bajado, Crisanto se
animaba y tiraba más fuerte. Llegó al final de la escalera. Un último peldaño.
Y… ¿Qué hacía con ella? ¿Tirarla al mar?. Escuchó las olas
que estallaban contra el acantilado, la marejada se abatía sobre la costa esa
noche. Lo desechó, el mar la devolvería.
Se detuvo a cavilar. Había deseado apartarla de su vida,
pero no, ella se obstinaba en pasar por delante del faro, enseñarle ese
bastardo que se había empeñado en tener. Aunque el odio que ofuscaba su mente
nublaba sus ideas, Crisanto se aferró a una que le pareció sublime. Haría
desaparecer para siempre a Oliva. Conocía el lugar perfecto. Nadie la
encontraría jamás.
Arrastró la saca fuera del faro y cargó a Oliva sobre su
moto. La ató con varios cordajes y arrancó. Avanzó entre la niebla por el
zigzagueante sendero de acceso al faro, cuando llegó a su parte más estrecha se
detuvo.
Lanzó el bulto al suelo.
Calculó la distancia hasta el primer arbusto sobresaliente
dentro del precipicio.
Empujó.
El sonido de la caída quedó absorbido por el rugido del mar.
Con tres saltos bajó hasta la saca. Volvió a empujar con fuerza.
El peso se deslizó, arrollándole por un instante a él
también, hasta chocar contra las voluminosas piedras que sobresalían de la
vertical. La encina enraizada en ellas ocultaba totalmente la entrada.
El golpe de una ola rompiendo abajo contra las rocas lo
devolvió a la realidad.
¿Y si Oliva seguía viva? Acaso pudiese hacer algo por
salvarla. Descartó la idea.
Continuó arrastrando la saca dentro de la grieta abierta en
el precipicio, Crisanto conocía cada recoveco de la cueva que se abría detrás.
Cuando soltó a Oliva, Crisanto se encaramó por la pared, ni
un solo tropiezo tuvieron sus pies en esta ocasión.
No se molestó en arrancar la moto, sujetándola por el
manillar, regresó de nuevo al faro. La humedad de la noche formaba pequeñas
gotas sobre el sillín. Y el haz de luz en su giro sin fin, a intervalos, inundaba
de claridad el entorno.
No pensó más en Oliva.
Fue el chico el que había alertado a los vecinos porque su
madre faltaba de casa. La policía pasó por el faro para preguntarle si Oliva lo
había visitado.
Peinaron la zona y revisaron el acantilado en los primeros
días de la búsqueda.
Encontraron el cadáver. Lo acusaron a él. Nadie creyó su
versión.
Ni su abogado.
Mara A. Loredo
(Accesit del II Certamen Literario 50+) Agosto 2013