martes, 2 de agosto de 2011

De vidrio ciego


Bien entrada la primavera, casi dos años después del  fallecimiento de mi marido,  estaba ordenando la bien surtida biblioteca de la abuela. Lo hacía con cierta frecuencia. La última de una larga lista de asistentas había acabado marchándose, harta de la soledad de aquel lugar en medio del campo. Y yo, había establecido una regla según la cual mantenía todas las habitaciones en perfecto orden. Con esmero y dedicación daba cera a los muebles, limpiaba las alfombras, y sacaba brillo a la plata. Me gustaban aquellas habitaciones donde no había cambiado nada durante años. De cada rincón surgían imágenes con los colores sepia de los recuerdos de la infancia; nada me gustaba más que tocar todas sus cosas, sentir que casi podía palparla y acercarme a ella. Para sorpresa de amigos y conocidos, había decidido vivir allí sola. Sólo salía  para ir a la misa del convento y visitar a las monjitas.
     Esa tarde intentaba alinear en compactas hileras todos aquellos libros de tapas gastadas sobre los estantes de madera de roble, cuando sonó el teléfono.  La voz del otro lado del hilo era de una mujer joven  que hablaba con “r” afrancesada; una directora de teatro que estaba estudiando la representación de uno de mis cuentos y se ofrecía para hacerme una visita.
      Con mi primer volumen de cuentos para niños, me había convertido en una escritora multiventas, pero rara vez concedía entrevistas.
Hubo un instante de silencio, miré de reojo a la abuela: había cogido la costumbre de hablar con su retrato. Le contaba mis cosas, le pedía consejos. Su mirada de complicidad me animó a aceptar.
      La joven directora llegó  al cortijo, a la hora acordada, llevaba un vestido ligero de desgastado amarillo pálido y una gran pamela de paja con adornos de flores, que protegía del sol una melena libre y voluminosa. Se presentó  estrechándome la mano, al tiempo que me miraba  con voluntaria admiración. La invité a pasar a la casa. Mientras compartíamos un Martini seco en una copa fría, con aceituna sumergida, conversamos con fluidez  acerca de las realidades más inmediatas. Como que no quiere la cosa, haciendo tintinear el hielo de su vaso, la joven dijo: «Soy de esas extrañas mujeres con aversión a los bolsos. Meto las llaves  y el dinero en el bolsillo, y el bolso lo uso sólo para pasear a Paco», y señaló al gato de color amarillento, que jugaba con las asas trenzadas de un bolso bandolera. Tal vez porque recordé que yo también había tenido un gato como única compañía, cuando me consumía de aburrimiento en la ciudad. Quizá porque la joven sonreía maravillosamente y derrochaba encanto. Acaso porque charlaba con total desenvoltura y la reunión resultaba amena y agradable, le pregunté: « ¿Qué le parece si tomamos otra copa?»
    Se llamaba Nicole y tenía veintipocos años. Yo era una mujer de cierta edad, como decían en el pueblo. Había cumplido recientemente cincuenta y ocho.  Nicole, representaba el sentido lúdico de la vida; le encantaba la gente, era bromista, divertida, cosmopolita, tolerante. Yo soy introvertida, analítica, retraída, me gusta el silencio. Pero  en seguida noté en ella a un ser próximo.
      Comenzó a visitarme  a menudo. Se presentaba sin avisar, como si fuera una más de la casa. Le encantaba pasar largas temporadas en el cortijo. Leía mucho. Decía que el silencio que se disfruta en la soledad del campo da un relieve especial a lo que en él se lee; que las palabras tienen una textura especial, y que los versos son más hondos y hermosos. Yo, disfrutaba de su compañía, la primera compañía que desde hacía años me parecía deseable.
           Cada vez que sonaba el claxon a la puerta de casa, y  salía a recibirla  el corazón me redoblaba gozosamente en el pecho. En cada ocasión su sonrisa, su manera de moverse, el peinado, la voz, me producían la misma impresión de algo nuevo, extraordinario y primordial en mí vida. Comíamos juntas, charlábamos, reíamos; Nicole recitaba poemas, mientras dábamos largas caminatas que a veces duraban varias horas. Pero, el trabajo la retenía a menudo en París. En su ausencia, yo me sentaba en el porche con las manos cruzadas, pequeña, encogida, y acurrucada como un ovillo. Me quedaba así durante horas, con el recuerdo de aquella mujer, que no me abandonaba ni un solo día; mientras rezaba, paseaba, o miraba los limones luneros del cortijo, veía siempre el rostro de Nicole. Los ojos me dolían de la espera.
         Cada vez que  Nicole regresaba, hablábamos largo rato. Para mí no había otro momento sino aquel. La miraba sin cansarme; su vestido ligero, su talle flexible, sus pequeños manos con las uñas pálidas y las puntas de los dedos suavemente redondeadas. Le hablaba de lo que jamás me había atrevido a hablarle a nadie: de mí misma, de mis temores, de mis angustias, pero nunca le confesaba mi amor, lo escondía tímida y celosamente. Tenía miedo de todo lo que pudiera hacer evidente mi secreto. La amaba con un amor subterráneo, con devoción, adoraba los momentos en que estábamos a solas, pero pensaba  que ese amor era un disparate y me habría horrorizado si alguien me hubiera dicho que estaba enamorada de ella. Mis sentimientos estaban en completo desorden. Pero pese a mi voluntad y a la conciencia del deber, esa conciencia terrible y lúcida, estaba indefensa ante el poder de aquella fuerza misteriosa que inconscientemente me atraía. Íbamos juntas de compras, al cine, al teatro.  Nuestros hombros se tocaban en silencio. A veces me cogía de la mano, y un fuego penetrante refluía por debajo de mi piel. Por un instante me figuraba que iba a abrazarla, y me avergonzaba ante aquella explosión de sentimientos.
          Cuando le comunicaron a Nicole que, en la parte inferior del pulmón derecho, se había detectado una alteración que podía estar formada por células  cancerígenas regresó de París y se refugió en el cortijo. La operación fue un éxito. Nicole pudo viajar a París para recoger el premio como directora del año. Pasó bastante tiempo hasta que volvimos a encontrarnos. Nicole me escribía a menudo; me hablaba de la movilización que se había despertado en Francia a raíz de la guerra de Argelia y de las revueltas universitarias. Yo no era una mujer preocupada por la política. Ni sabía dónde estaba Argelia.  Mientras la Universidad de la Sorbona bullía por la agitación de los estudiantes, yo sólo pensaba en el consuelo de la confesión y me sentía desgraciada. Aquella tensión sentimental tan violentamente provocada no era propia de una mujer sin tacha. La viuda del ilustre notario de una capital de provincias tenía que respetar a sus amistades, y todas las conveniencias sociales. Ese sentimiento que había venido a interponerse en mi vida, sin la menor sombra de vergüenza, esa sensación que hacía circular ardiente la sangre por mis venas, no podía confesarse. Pedía a Dios que aquello no fuese real.
           En los días de lluvia,  el campo asumía un tono sombrío Sin Nicole, todo me parecía triste, y la añoranza ocupaba todos los rincones empolvados de su recuerdo.  Me ahogaba entre aquellas paredes.
      Pero  las  elecciones generales le dieron un amplio triunfo a De Gaulle, y Nicole regresó de París. Pasamos ese verano juntas. Compramos una Vespa, la costa de Andalucía fue la protagonista de nuestras escapadas. Comenzamos el recorrido por Almería. En La Garrucha, nos levantábamos temprano para contemplar la estampa de la llegada de los barcos de alta mar tras una noche entera de faena. Ya en Cádiz, disfrutamos de las ventosas playas de Tarifa. El viento zarandeaba el vestido de Nicole como si fuera a arrancárselo. Estaba tan cerca que notaba sus pechos bajo el vestido, como si los estuviese tocando, y en mi fuero interno se encendía un fuego impaciente. Me encontraba perdida y dichosa, y sentía que en aquel momento era mía, que la una sin la otra no podíamos vivir. A veces pensaba en la probabilidad de que ella sintiera algo parecido. De la turbación me ponía roja hasta las orejas. Me recogía en mí misma como un caracol que encierra en su cáscara un último secreto. Y seguía callando. En el pueblo comenzaron a correr rumores, pero de todo lo que se decía no había ni una sola palabra de verdad.
           Las primeras consecuencias de las sesiones de quimioterapia nos pillaron por sorpresa. Y a continuación vino la etapa de decadencia física: las convulsiones, los temblores, los vómitos. Hacíamos verdaderos esfuerzos para acompañarnos en la obligada  alegría que nos habíamos impuesto dos mujeres asustadas, ante la proximidad de la muerte. Nicole hacía bromas con su calvicie y gastábamos un dineral comprando estrafalarios sombreros, pero un golpe de tos, una inoportuna arcada, la salida atolondrada hacia el baño alteraban cualquier atisbo de alegría en un grito de silencio.
    Dos años más tarde; estábamos sentadas en la mecedora de la abuela, la lámpara de vidrio transparente recubierta de hojas de palma iluminaba su piel pálida.
—Odio la muerte-dijo  con los dientes apretados-. La abracé contra el pecho. La fuerza que comprimía mis sentimientos me abandonó. Y le confesé mi amor. Besé su cara, sus manos, su cuello, sus hombros. Contra lo que había supuesto el roce de los labios de Nicole no me intimidó. Abrí la boca y sentí el tacto húmedo y tembloroso de la otra lengua. Un golpe de lágrimas brotó de los ojos de ella.
     En la madrugada de ayer, escuché el largo zumbido de la máquina que verificaba los signos vitales de Nicole, y luego vi aquella sábana cubriéndole el rostro.
         Me llevé a la cara el camisón que aún conservaba entre los pliegues su aroma y lo estreché contra el pecho llorando. Por primera vez, comprendí qué inútil, qué falso había sido todo lo que entorpecía nuestro amor.

Ada Alonso
(2º Premio del I Certamen Literario de la Asociación 50+ )

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