Un resbalón en la cubierta del barco había enviado a Martín
a traumatología en el Hospital del Mar.
Cuando le dieron de alta, después de cuatro meses ingresado, Begoña, su hija mediana,
le llevó con ella mientras resolvían la situación.
Quince días llevaba Martín con ella, y ese domingo todos sus
vástagos, hombres y mujeres, se reunieron para decidir que hacer con él.
—No creáis que lo de la silla de ruedas es porque la
necesita —dijo Begoña sin ninguna contemplación—, cuando se cansa de estar sentado se levanta
y camina como si no le hubiese ocurrido nada. ¡Ah! ¿Y qué os imagináis que me
comentó hace dos días?: Qué no podía encontrar su sitio ni en su casa, ni aquí,
sólo en el barco, ¿Qué os parece?
—¿Y tú qué le dijiste —interrogó Braulio, uno de los
hermanos—, cuando te preguntó semejante tontería?
—¿Qué le podía decir?, Pues que su sitio es toda la casa y
que no entiendo por qué duerme algunas noches en la bañera y no en su
habitación.
—Sí, —apuntilló el nieto— y otras veces en el sofá del
salón.
—¡Y en el recibidor! si señor, ¡también se acuesta en el
recibidor en un saco de dormir!, —remachó el yerno.
Un murmullo se elevó entre los presentes, mientras las
miradas se dirigían hacia Martín.
—Donde mejor puede estar es en una residencia —comentó
Simón, el mayor de los hijos.
—Pues yo estoy segura que donde estará más cómodo será en
nuestras casas —dijo Ángeles, la mayor de las hijas—, así que lo mejor es hacer
un sorteo, para decidir a quien le toca quedarse con él en primer lugar, luego
ya veremos en qué orden hay que pasarlo. La cuestión es que no se coman el
dinero de su pensión unos desconocidos.
Ellos creían que Martín no se enteraba de nada, que después
del accidente no era capaz de darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
Pero no era así, él los oía mientras decidían su futuro, sin contar con él.
Martín, sentado en la silla de ruedas y apartado de la
reunión escuchaba en silencio.
Martín sólo asistió a la escuela hasta que cumplió diez
años; después, a trabajar ayudando a su padre en las tareas del barco.
Martín recordaba su litera; no era muy espaciosa, pero él
decía que el aire que respiraba era suyo y allí se sentía cómodo, y dormía bien
pensando en los jornales que llevaría a casa para alimentar y vestir a sus
hijos.
«—No entiendo como puedes estar contento con lo que tienes
que trabajar para sacarnos adelante —decía Elisa, la esposa de Martín al oírle cantar.»
A él no le arrugaba la faena: « Que estudien y no sean unos
borricos como yo, esa es mi mayor ilusión, para trabajar ya están mis manos y mis
riñones.»
Martín había cumplido setenta y ocho años. Hacía trece que
le habían jubilado, pero como el barco era suyo y Elisa se había ido con el
Señor diez años atrás, Martín comía, dormía y hacía su vida en el barco, aunque
lo patroneara Pablo, su segundo hijo.
Martín cerró los ojos, oyó cantar a las sirenas, y como todo
marinero deseó bogar hacia ellas.
Luego, el murmullo de los presentes se fue convirtiendo en
un susurro y Martín fue sintiendo la levedad de todo lo que le rodeaba. Él
estaba allí, en el mar, subiendo y bajando, arriba y abajo, como la marea. Haciendo bucles con las olas al morir en cualquier playa, o estrellándose con estrépito
contra los acantilados. Él sabía que el mar estaba esperándole como una fiel
amante.
Vio a Elisa junto a él y su imagen se le fue haciendo cada
vez más clara y su voz más audible mientras depositaba un beso en su rostro. Martín no
sentía temor, sólo curiosidad y preguntó: «¿Ya es la hora?», Elisa le miró con
amor, le tomó de la mano y susurrándole le dijo:
«Acompáñame Martín, hoy vamos a navegar juntos.»
Ovidio del Moral Holguín
Publicado en la Revista Prímula (diciembre 2011)