Aguanto la respiración y cierro los ojos para dejar que el sabor me inunde el paladar, antes de dar el último trago. Me gusta el chocolate caliente.
En ocasiones mi
abuela y yo preparamos chocolate y freímos churros.
Me explico mejor.
Los fríe ella, y
yo, a su lado, subida en un peldaño rojo, con una pequeña y larga cuchara de
madera derrito las onzas de chocolate, porque, según la abuela, el truco está
en que se funda despacito y sin agarrar al fondo de la chocolatera.
Paola, mi amiga,
dice que qué suerte tengo; pero a mí, la verdad, no me lo parece, porque
mientras revuelvo y revuelvo para que espese y su festivo aroma llega a mi
nariz, escucho las voces que da mi papá.
A mi mamá no la
oigo nunca.
La abuela, en el
preciso instante que papá prueba la altura de su voz, aparece en nuestra casa. Mamá
dice que ‹‹como un hada buena››, y papá ‹‹ya está aquí la bruja››.
Entonces mi
abuelita comienza a jugar a las carreras. Me coge de la mano. Salimos al rellano. Pega un portazo. Bajamos
por la escalera saltando los peldaños de dos en dos hasta el piso inferior que
es donde mi abuela vive. Encontramos la puerta abierta; es que mi abu la deja
así para Marta, su tesoro, que soy yo. Y nos colamos directas en la cocina. Porque
antes, para mí, ese era un territorio prohibido, claro que era pequeña, pero
ahora ya soy mayor, me faltan solo dos meses para cumplir siete años.
Nada más entrar,
la abuela conecta la tele de la esquina, porque para jugar a hacer tazones
llenos de humeante chocolate hay que poner la televisión muy, muy alta.
Pero sigo
escuchando a papá gritar.
Y a mí eso no me
gusta nada.
No sé… creo que
mamá no me dijo la verdad, ¡aunque mi mamá nunca miente!, digo que no sé,
porque si es verdad que papá ensaya para dar una conferencia delante de jueces,
que es su trabajo, a mí me extraña mucho que al dejar él de ensayar, de pronto la
abuela me vuelve a coger de la mano, entonces sí que subimos en ascensor, y al
pasar al salón, mi mamá siempre tiene la cara con la nariz colorada y los ojos
rojos como Anina que es la llorona de la clase.
Cuánto nos reímos
las tres juntas, una vez que al regresar a casa, mamá tenía hinchado y rojo
alrededor de un ojo hasta la ceja, igual que me pasó a mí un domingo que por
jugar con una cometa y mirar para arriba me golpeé contra un árbol.
Se me olvidaba,
mamá suele chocar con las puertas de los armarios de la cocina.
No entiendo cómo
no les pone un mullidito en los bordes, los mismos que colocamos cuando Hugo,
mi hermano, comenzó a gatear, ¡qué divertido!, entre las dos forramos todas las
esquinas y hasta las patas de las sillas, pues, ¡exactamente eso!, es lo que creo
que mamá debería hacer con todas las puertas.
Se lo expliqué una
vez, de pie, muy estirada y con los brazos en jarras, alto y clarito.
No sé por qué, primero
se le puso cara de tristeza.
Después, muy
bajito, me respondió que ya lo haría.
Pero como soy una
niña, está claro que no me hizo ningún caso.
De mayor quiero
ser diseñadora de armarios y hacerlos redonditos para que las mamás no
tropiecen.
¿Será que mi mamá
no me ve crecer? Porque aquél día tuve la impresión de haber pedido algo de
adultos y muy difícil, recuerdo que enseguida sonrió y a continuación se le
cayeron muchas lágrimas, como a mí la tarde que me pillé los dedos con un cajón
de la cómoda
¡La de lágrimas
que me cayeron!
No dije nada
porque había entrado en su habitación a escondidas para probarme sus lápices de
labios y las sombras de ojos, que no estaban allí, por cierto.
Cualquiera lo decía
porque esa tarde papá también estaba ensayando.
Tocaba hacerlo en
voz baja y mami tenía frío porque en silencio permanecía encogida en un extremo
del sofá.
El ensayo era
algo de un señor que llamaba cosas feas a una señora, no entendí mucho, pero sí
reconocí tres o cuatro palabrotas de las que dicen algunos niños mayores en el
cole a una niña que está obesa porque en lugar de bocadillo, para salir al
patio, le dan bollos y chuches de esas que no se deben de comer nada más que
allá, allá muy lejos, por cumples o fiestas. Lo sé porque me lo explicó mamá,
abu y la profe.
Ayer,
precisamente ayer, mamá tropezó contra la cama y se rompió el brazo izquierdo,
que es con el que ella escribe y come, además: ¡justo con el que más me acaricia
y me achucha al abrazarme!
Debió ser porque
como papá estaba ensayando, no se dio cuenta de que mami pasaba por su lado y
sin querer la empujó, y mamá, la pobre, como es tan despistada, cayó y se
golpeó contra la cama.
Para que se cure,
le han puesto una cosa blanca y dura alredor del brazo, en la que le he
dibujado, entre un montón de besos que mamá me daba sin parar, una casa verde con
un sol amarillo en medio del cielo azul.
Me salió como a
mí me gustaría que fuera nuestra casa.
Es que ésta no me
gusta nada. Por más que miro por todas las habitaciones, no encuentro la razón
por la que las visitas dicen que es alegre y luminosa. Pues a mí me sigue
pareciendo oscura y gris.
Mientras dibujaba
una ventana a la casa verde, aunque ellas, como siempre, ni se dieron cuenta de
que ya soy mayor y lo escucho todo, oí hablar a la abuela con mami no sé qué de
ir a un sitio diferente y que castigarían a papá. Pero mamá no quiso por
asegurar el futuro de mi hermano y el mío.
Si es por
asegurar mi futuro, y ¿si yo no estuviera?
Estoy pensando
que… tal vez… igual es por mi culpa que mamá caiga y tenga pupa.
Quizá debería deshacerse
de mí. Regalarme.
Eso es. Regalarme
a la abuela o a alguien, y así no le daría la lata y ella no se caería tanto.
Algunas veces,
no, muchas veces, bueno, vale, siempre que papá está en casa, ni me atrevo a ir
al baño por si al ensayar le altero con el ruido de la puerta o del agua, luego,
por la noche se me escapa y mojo la cama cuando duermo y da lo mismo todo lo
que aguanté porque entonces papá se enfada mucho con mamá.
¿Seré una niña
mala y no lo sé?
Decididamente
para que papá no ensaye tantos días, mamá me debería regalar.
Y si no, ya lo he
hablado con Yosú, mi amigo, el niño de mi clase al que unos mayores le cantan ‹‹diferente,
diferente, diferente›› por el pasillo y se ríen, no sé por qué si total solo
tiene la piel más oscura que ellos y además es mucho más guapo y delgado que todos
ellos juntos, las niñas quieren que Yosú sea su novio, que sí, que sé que no se
llama así, pero es algo parecido y él siempre me responde, digo, que ya lo
hemos hablado los dos muchas veces en el recreo, porque Yosú también cree que
puede ser un niño malo y es que su padre desapareció cuando jugaban a cruzar un
charco muy profundo y le sostenía con sus brazos en alto para que Yosú se
agarrara de la mano de su madre que estaba dentro de una lancha redonda de goma
oscura, en la que después vinieron hasta aquí, yo creo que el charco sería el
mar, pero él dice que no, que solo era un charco porque se lo ha dicho su madre,
y es que ella no encuentra trabajo y a veces no tienen para cenar y su madre,
entonces, no come al medio día para que él pueda tomar sopa por la noche.
También a Yosú le ocurre lo que a mí, pensamos que podemos ser niños malos y
por eso a nuestras mamás les ocurren cosas, y lo mejor sería un día escaparnos
a la hora del recreo, coger un autobús, encontrar el charco grande, cruzarlo
nadando, porque los dos hicimos cursillos en la piscina y sabemos nadar, y
regresar a la antigua casa de Yosú donde viven sus abuelos. Porque a ellos,
Yosú dice que no les escuchó ensayar nunca.
Siento de nuevo
esa bola rara que sube a mi garganta desde la tripa. Creo que voy a devolver la
taza de chocolate que acabo de tomar.
No me gusta el
chocolate ¡Odio el chocolate!
Ahora está ensayando.
La tele está muy
alta, pero da igual. Le escucho. Le escucho y no quiero ¡No quiero! Me tapo los
oídos con mis manos.
¡No ensayes! No
ensayes. ¡No quiero que ensayes!
¡Mamá! Por favor.
Por favor ¡No tropieces!
1º Premio V Certamen "El folio en malva". Mujer e igualdad. Ayuntamiento de Castropol.
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