Imagen: Diana Sobrado
Dos son
los caminos que llevan a la granja. El uno, que es la ruta más pintoresca y
conocida, bordea campos de labranza y prados, y el otro, que es mucho menos
transitado, atraviesa un bosque de carbayos centenarios y majestuosos, regados
por el río rumbo al mar. Esta última era una caleya complicada y peligrosa, y
por eso, N´Longa se quedó asombrado cuando su compañero de viaje, Antonien, se
adelantó por entre los árboles y, sonriente, le animó a que, por todos los
dioses, fueran por allí hasta la granja de sus ancianos tíos.
−¡Por
el bosque! −N’Longa se quedó contemplando los retorcidos troncos cercanos al
joven.
El
cuerpo arrugado y marchito, encorvado y frágil, así era N´Longa, con el rostro
surcado de profundas arrugas, y ojos vivaces que resultaban chocantes para un
anciano como lo era él, se quedó parado. Pensativo observó el otro camino.
−Sí,
por favor; es, al menos, el camino que recuerdo −le respondió Antonien contento
de recordar algo de su niñez.
−No
parece muy transitado que digamos −miró de lado a los troncos dormidos y
comenzó a caminar−, y el sol está cayendo. Pronto oscurecerá por lo que tenemos
que darnos prisa en atravesar este bosque.
−Tranquilo.
−Yo
solo digo que no me parece una buena idea.
El
sonido de las hojas, rozadas por la brisa,
le recordó a N’Longa las sonrisas de viejas y se giró para confirmar que
no había ninguna anciana allí.
−De
pequeño cruzaba con mi tía este bosque para ir a la escuela−. Sonrío el joven
al recordar aquellos días soleados de su vida− Me lo pasaba muy bien jugando en
el bosque mientras el maestro nos daba clases de botánica.
El
joven avanzó confiado a través de dos piedras grabadas con dibujos mientras su
compañero se paraba a mirarlas extrañado.
−Solía
ir todos los sábados con el maestro a pescar al río. Bueno, está bien −sonrió
mientras bajaba la cabeza−, el pescaba y yo cazaba renacuajos.
Un
pequeño túmulo de tierra le hizo resbalar y se cayó sobre un círculo de piedras
del que se levantó ágilmente dejándolas caer.
−Pero un
invierno el río se desbordó. El camino se hizo imposible de seguir y dejamos de
venir por él −el anciano movió la cabeza pensativamente−. Además, a las pocas
semanas, la escuela cerró al morir el maestro. Le dijeron a mi tío que lo
habían encontraron ahogado bajo el puente del río, en el remanso, en una
orilla.
El
joven se paró un minuto mientras el anciano llegaba a su lado. Continuaron
entonces el camino evitando una zona de ortigas siguiendo la rivera del río.
−La
verdad es que recuerdo que mi tía se asustó cuando lo del maestro −dijo mirando
hacia el río que estaban ahora bordeando−. En primavera me mandaron a estudiar
fuera y luego me acogiste en tu taller de relojería por lo que no volví más a
la granja.
Las
ramas retorcidas de un pequeño arbusto se interpusieron en el camino del joven
y este las apartó y las partió. El ruido sonó a quejidos a los oídos finos de
N’Longa.
−No
supe lo que le había pasado realmente al maestro pero si recuerdo que lo
enterraron fuera del cementerio. Me llamó la atención e incluso se lo pregunté
a mi tía pero…ella me hizo callar.
El
joven Antonien se quedó callado meditando sobre ello mientras el anciano seguía
caminando a su lado.
La
bruma nocturna se había levantado silenciosa y rodeaba el río hasta los pies de
los viajeros. Los grillos comenzaron a entonar sus melodías de cortejo mientras
se escuchaba el ulular de un buho a lo lejos.
Pasados
varios minutos en silencio, escuchando el bosque, comenzaron a ver un objeto
entre la espesura que parecía clavado en el suelo y que presentaba líneas
rectas en yuxtaposición a todo lo que le rodeaba.
−Esta
cruz no estaba cuando yo era pequeño. Será en recuerdo de algún viajero perdido
−dijo aquello con media sonrisa mientras miraba a N’Longa.
El
sonido del chapoteo de las hojas que caían en el río les llegó mientras
continuaban hablando.
−Deberías
tener mas respeto por estas cosas.
Las
enredaderas cruzaban de lado a lado el angosto sendero aún visible por entre
las raíces y los guijarros. Los dos viajeros caminaban despacio apartando los
obstáculos vegetales que les cerraban el paso. La noche ya había vestido el
bosque y los andantes se guiaban mal por entre los enraizados pliegues del
camino. De pronto, en mitad de la niebla comenzaron a ver un pequeño haz de
luz.
−Ya
estamos llegando, N’Longa. Esa luz es de la granja. Date prisa.
−Espérame
−le señaló el anciano−. El río está muy cerca y esta niebla no me deja ver bien
la senda.
Pero el
joven ya estaba lejos, a varios metros de N’Longa, esquivando ramas y cañas
secas que le estorbaban en el camino.
−¿Qué
es esto…−el joven se giró en el suelo para saber que se le había enredado. Una
mano nudosa le agarraba fuertemente de la bota y otra más le estaba sujetando
el tobillo. Continuando la imagen se alargaban unos brazos sarmentosos que se
hundían en el agua. Unos ojos redondos, sin párpados, lo miraban fijamente
desde las aguas mientras los brazos arrastraban al joven hacia el río.
La
espesura comenzaba a clarear mientras N’Longa salía del bosque pensando en la
caliente cena y la cama donde descansar de aquella larga jornada. Por primera
vez desde que entró en aquel enmarañado bosque se relajó y dejó escapar un
suspiro de alivio.
Continuó
avanzando por el camino empedrado que llevaba a la granja creyendo que Antonien
ya estaría abrazando a sus tíos mientras, varios metros atrás, otros brazos se
estaban uniendo a los primeros para arrastrar al aterrado joven hacia las aguas
oscuras.
Diana Sobrado
Publicado en la Revista Prímula (Junio 2012)
Publicado en la Revista Prímula (Junio 2012)
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